viernes, 9 de octubre de 2009

El sencillo acto de cambiar




El panadero llega volando, no se sabe de donde pero cae desde el aire. Se deposita en la mano de uno y en ese instante aquello que parecía tan contundente pasa a ser algo casi imaginario porque no pesa nada.
La primera reacción es contemplarlo y mover la mano de manera cuidadosa para impedir que su aureolo se esfume con un brusco movimiento.
Sin embargo, transcurridos unos segundos de contemplación, dejamos de resistirnos al impulso abrumador de soplarlo con la intensidad suficiente como para que se diluya en todo el espacio.

Siempre creí que de ese modo cada una de sus partículas alcanzaría así la liberación y podrían elegir su destino.
Recuerdo el sonido de mi voz en ese instante diciendo "Sé libre, ya podés ir a donde quieras".

Saltar etimológicamente implica salvar de un salto un espacio o distancia. Alzarse con impulso rápido, separándose de donde se está. Arrojarse desde una altura. Abalanzarse sobre alguien o algo etc.
En todas estas definiciones hay un punto en común, un punto de trasgresión. Dejar de ser lo que se era para dar lugar a lo nuevo. Trasladarnos. Dejarnos arrebatar por el envión del tiempo que nos golpea a diario y contra el cual solemos luchar aferrando nuestros pies al suelo, a lo estático, a lo seguro.
Este pequeño acto inocente que podría leerse a primera impresión como una acción de evitar desestabilizarnos, esconde en su ser el arrebatarnos violentamente la posibilidad de acompañar al viento.
De dejarnos imbuir en su ruir al silencio. El dejarnos penetrar el espacio y descubrir nuevos olores, nuevos horizontes, nuevos climas.

¿Por qué se empecina el hombre en agarrarse a lo seguro? Cuanto miedo al cambio que tenemos. cuanta vida que nos perdemos. Cuantas posibilidades de ser arrojadas al vacío.

Un individuo quieto en un punto con miles de "ser" alborotándole el espacio, y él, petrificado, sólo se limita a rotar lentamente su cabeza para ver como juguetean estos con la estática.
Desciende su mirada para verlos caer al suelo y en esa comuníón convertirse en nada.
Esa nada que después, con tanto ímpetu, no dudará en llamar nostalgia.

Y así transitan. Atraviesan el espacio. Recorren y construyen toda una vida siendo lo que nunca desearon ser. Y nunca, pero nunca se dan la posibilidad de percibir esos pequeños bichitos que le hacen cosquillas en el oído diciéndole "acá estoy, dejame ser".

Y seguramente mueran y queden en el recuerdo de algún nieto como un cabrón, un ser que nunca caminó sus propios pasos.

Uno puede saltar de manera brusca y lastimarse, pero también puede aprender a amortiguar el impacto, a acompañar el brusco sacudón y dejarse fluir por ese impulso que nos sacude la nuca cada vez que alguien nos sopla bien cerquita.

Es tan fácil, lástima que vivimos desconfiando de todo. Siempre, ante cualquier incertidumbre, no dudamos en dar paso a la agresión, a la desconfianza y allí estamos, enojados con la vida.
Cuanto más fácil y profundo es dejarse invadir por ese vientito que nos sorprende y que nos erecta la piel y nos recorre toda la columna hasta producirnos un escalofrío. Es una experiencia extrema que siempre termina sucedida de una sonrisa.


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